sábado, 27 de agosto de 2011

Sopa de arrapiezos II: la metamorfosis


Pienso, quizá erróneamente, que la narración de las peripecias que anunció aquel sibilino “no obstante” con el cual fue coronado nuestro primer acercamiento a los arrapiezos podrá sin duda esperar unos minutos, concediéndome así la oportunidad de compartir con vosotros ciertos datos cuya escasez de utilidad presiento, por otra parte.

Nos habíamos quedado sentaditos en el interior del comedor de mi colegio. Y ya que hablé en actitud indulgente de las cocineras que con tanta minuciosidad diseñaron durante años nuestras torturas, me siento obligado a honrar asimismo el recuerdo de la persona que calzaba en aquel rancho los galones de almirante: una mujer realmente fea llamada Maruja.

Una mujer llamada Maruja

Cuentan quienes analizan nombres haciendo uso de la numerología que las mujeres llamadas “Maruja” se expresan por medio de la perseverancia, en la conciliación de intereses opuestos, tanto al considerar las cosas como en su manera de proceder. Bien; como ya sabemos, las irregularidades son los remaches de los axiomas.

Esta Maruja de la que hablo era, en efecto, perseverante. Podría decirse que lo era incluso en grado superlativo... Sin embargo, no mostraba indicio alguno de comprender la existencia de intereses opuestos a sus propios intereses. Era intransigente, desagradable y escandalosa incluso cuando rezaba.

También conocida como “Harpo” (prueba incontrovertible de nuestro ingenio), aquella gran mujer tenía por costumbre aprovechar la presencia del ingrato brebaje naranja en nuestros platos para comunicarnos que la continuidad de todos nosotros en el colegio dependía de que nos tragásemos aquella mierda antes de que ella perdiese la paciencia. Sin embargo, una tarde sucedió aquello...

Motín en el hangar

Gracias a previas experiencias olfativas ya contábamos con la posibilidad de que a nuestras espaldas, y sin haber mediado provocación de ningún tipo, las cocineras hubiesen estado preparando el temido ungüento azafranado, pero no con la de que lo hubieran hecho de un modo tan singularmente cruel. El caldo estaba lleno de unas cositas repugnantes que parecían desplazarse por iniciativa propia. Arrapiezos.

De inmediato juzgué razonable no hacer averiguaciones ni avisar a la policía. Pero uno de mis compañeros, poco dado al empleo de la cautela, tardó muy pocos segundos en argumentar, con modales bastante obscenos, que no estaba dispuesto a comerse la cerdada de marras si no retiraban de su plato todos aquellos huevos de insecto palo. Declaración de intenciones que fue multitudinariamente ignorada pero que, sin embargo, me llevó a descubrir la autohipnosis.

Transmutación de los arrapiezos

Era evidente que tenía que comerme aquella poción, de modo que se me hizo preciso olvidar cuanto antes esa hipótesis según la cual las indómitas esferitas podían realmente proceder del interior de un bicho asqueroso incapaz de transmitir su capacidad de camuflaje a sus malditos huevos. Tenía que tragarme aquella cosa, los alaridos que emitía mi compañero revolucionario mientras Harpo intentaba arrancarle una oreja resultaban muy explícitos.

Entonces tomó el timón mi fantasía. De hecho, algo a lo que yo mismo había bautizado como “Sopa de arrapiezos”, emparentado semánticamente con otras colosales propuestas culinarias tales como la “Ropa Vieja” o los “Andrajos de Úbeda”, por fuerza debía convertirse en un manjar. Y todo dependía de mí...



En breves momentos, "Sopa de arrapiezos III: la receta".

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