viernes, 30 de septiembre de 2011

El holocausto de los caracoles




No me atemoriza en absoluto ser consciente de que los humanos, en esencia, no somos sino comida para otras especies. Sí me irrita, en cambio, fantasear acerca de una hipotética y distópica coyuntura en la cual las personas fuésemos utilizadas por otros seres vivos con el objetivo único de proporcionar aroma y sabor a sus manjares. Por esta razón me resulta doloroso constatar lo asiduamente que los hombres y mujeres llevamos hasta los umbrales del paroxismo tan sádicos procedimientos.

Sí, son muchas y muy abigarradas las atrocidades que con frecuencia definen nuestra relación con los animales. Muy a mi pesar, confieso que no estoy en condiciones de tirar la primera piedra, pues existe un animal para el cual confecciono en mis más dulces sueños, con enorme agrado, todo tipo de vicisitudes infernales, así como las bases de una muerte lenta y abrasiva: la cucaracha. Las aniquilo con sanguinaria delectación, tratando de procurarles, siempre que me lo permiten las circunstancias, alguna clase de maltrato psicológico previo. Esto es debido a mi profunda blatofobia, una patología por la cual, según los doctores, no debería preocuparme, en tanto no se manifieste en el transcurso de un episodio especialmente alarmante de delirium tremens.

Al margen de estos bichos asquerosos, debo admitir que, así como existen animales que despiertan en mi ánimo singular simpatía (orangután, chofrino de Namibia, ciervo almizclero), hay otros a los que que aborrezco sin disimulo alguno (pingüino, rata de cloaca, chofrino de Mauritania); pero incluso a estos últimos les deseo una vida plácida, sin sobresaltos o padecimientos innecesarios. 

Mi rechazo al maltrato es, como digo, multidimensional, titánico. Quizá por esta razón debería plantearme no volver a comer caracoles. Entenderéis a qué me refiero cuando llegue el momento de enfrascarnos en la insoslayable catarsis de estos tiernos animalitos.

Caracoles en la cocina

Según cuentan antropólogos, arqueólogos e historiadores, los caracoles formaban parte de la dieta habitual de los humanos antes incluso de que nuestros antepasados tomasen en consideración la posibilidad de domesticar el fuego, de lo cual se deduce que aquellos cavernícolas devoraban gasterópodos crudos (y quizá vivos). Esto se me antoja repugnante; quizá por ello soy relativamente comprensivo con quienes hoy día afirman ser incapaces de meterse un caracol en la boca, aun sabiendo que el molusco ha sido previamente cocinado.

Caracoles a la llauna
El psicólogo austriaco Alfred Adler consideraba que "la mentira no tiene sentido cuando la verdad no es percibida como peligrosa". El axiomático aroma de dicha sentencia me conduce a reconocer sin ningún tipo de rubor que me encanta comer caracoles. Caracoles a la llauna, típicos de Lleida, recién horneados, bañaditos en salsa alioli; Caracoles a la palentina, con jamón, lomo y chorizo; Caracoles a la madrileña, picantes, cocinados en caldo de cocido; fetuccini con caracoles en salsa Caruso, la pasta hecha poesía; Caracoles al vapor con jengibre, una de las más brillantes aportaciones de la gastronomía china...


Muchas de las innumerables recetas que nos brinda el perfeccionamiento de la helicicultura admiten el uso de caracoles en conserva. Pero la gran mayoría de ellas precisan, lamentablemente, la utilización de "caracol fresco". Ahí empiezan los problemas.


Limpieza de los caracoles: ayuno, ablución y apocalipsis

La purificación trifásica de nuestros simpáticos moluscos siempre me ha ocasionado accesos de ambivalencia afectiva. Ofrezco mis disculpas, por tanto, a quienes pudieran sentirse azorados debido al talante descriptivo de las explicaciones que se avecinan. Tengamos en cuenta que "el saber no ocupa lugar". Veamos, pues, cómo se limpian los caracoles. 

1ª fase: Ayuno

Debemos amontonar los caracoles en el interior de una red y situar ésta en un lugar fresco y seco durante un par de semanas, privando a los animales de cualquier tipo de alimento. Esto es una crueldad, efectivamente, pero resulta necesario para que nuestros moluscos, instigados artificialmente a hibernar, consuman los restos de comida que quedan en sus intestinos, elementos que podrían resultar nocivos para el ser humano. 

2ª fase: Ablución

Vamos a sumergir a los caracoles en agua para que poco a poco vayan expeliendo sus babas. Cambiaremos el líquido en varias ocasiones, hasta que observemos que ya no contiene materia viscosa. Existen quienes añaden sal, vinagre y limón a esta ceremonia. Una forma muy original e innecesaria de intensificar el sufrimiento de los bichitos. 

3ª fase: Apocalipsis 

Esta última etapa presenta varias modalidades. En el caso de los caracoles a la madrileña, todo consiste en introducir los animales en una olla llena de agua fría hasta que saquen los cuernos, momento en el cual subiremos la temperatura al máximo, recreando las condiciones ambientales de un aquelarre singularmente lacerante; los caracoles a la llauna, por su parte, serán depositados en una bandeja metálica, sobre lecho de sal gorda, y finalmente introducidos en el horno, donde conocerán lo incómoda que resulta la vida en el infierno; los caracoles al vapor con jengibre... En fin. Conociendo gracias a las enciclopedias los grados de refinamiento y sofisticación de las torturas orientales, prefiero no imaginarlo.

Caracoles afrodisíacos 

Como ya dije, la posibilidad de que algún día me niegue a comer caracoles no es disparatada, lo cual me llena de tristeza, pues estos animalitos son absolutamente deliciosos. Me tranquiliza, en cualquier caso, comprender que tal circunstancia no presenta indicios de ser inminente. Seguiré comiendo caracoles porque, insisto, me gusta comerlos. Además, cabe recordar que Plinio el Viejo, procurador romano y comandante de caballería en el siglo I, recomendaba la ingesta de caracoles en número impar como remedio para la tos y males estomacales. Por otro lado, aunque no me consta que existan investigaciones acerca de las propiedades afrodisíacas de los caracoles, si tenemos en cuenta que la lista de alimentos presuntamente potenciadores del apetito sexual es extensa y variopinta, no debemos descartar que nuestros cornudos amiguitos tengan algún tipo de protagonismo en dicho inventario. ¿Por qué no iba a ser así? No olvidemos que un afamado percusionista australiano de promiscuidad infatigable consideraba que los manjares afrodisíacos por excelencia eran los donuts.


1 comentario:

María Sánchez dijo...

No negaré que la mención de la blastofobia en el mismo contexto que la ingesta de caracoles me ha resultado un tanto... extrema. No obstante, me ha encantado el post, aunque jamás me atreveré a preparar caracoles, por mucho que me guste comérmelos.

Un placer leerlo, como siempre, Maestro del Olmo.