Recorro a la deriva las calles de mi ciudad. Es una noche gélida, y mi paseo una peregrinación errante y desvaída. Se hace tarde, es hora de volver a casa. Pero de pronto percibo
el olor de las Navidades pasadas, la dulce llegada del invierno. La nostalgia enciende sus luces transversales, mucho más suaves y carnosas que
aquellas otras que nos brinda cada año el firme asedio de la tecnología. Es el
aroma de los inviernos que quedaron atrás...
A muy pocos metros se halla la fuente de
tan exquisita regresión: una tierna abuelita, vestida de negro
almidonado, capitanea la danza saltarina que ejecutan sobre un hornillo prehistórico
varios kilos de castañas cuyos
robustos caparazones ennegrecen, sin prisa, al calor de las brasas.
De los egregios laboratorios de personajes
como Juan Mari Arzak o Ferrán Adriá germinarán
en un futuro no muy lejano todo tipo de alquimias abstractas
actualmente inconcebibles; pero no conseguirán nunca concretar en sus
creaciones la sencillez hipnótica del cucurucho de castañas asadas que acabo de comprarle a esa viejita.
Propiedades dietéticas de la castaña
De vuelta al mundo real, cualquiera que
esté preocupado por las consecuencias que los excesos navideños plasmarán como
rúbrica flamenca de Rubens en su abdomen y glúteos debe saber que, en lo
concerniente a la inquietante astucia de los lípidos, las castañas son tan nobles como el majestuoso árbol
del cual emergen.
La castaña es el fruto seco hipocalórico
por excelencia. Un cucurucho de medio kilo de castañas atesora menos calorías
que, por poner un ejemplo, diez almendras tostadas. No solo eso: las castañas
protegen con ímpetu pretoriano todas esas beneficiosas cualidades que muchas
otras frutas y verduras pierden al contacto con temperaturas extremas. Además,
su capacidad saciante, cimentada en una textura recia y agreste, puede, llegado
el caso, hacernos eludir el gasto que supone adquirir esas cápsulas reductoras del apetito que convierten nuestro estómago en
algo con lo que podríamos jugar al baloncesto.
Por otra parte, asar castañas en casa es
entrañable y divertido. Aquellos que disponen de chimenea tan solo necesitan hacerse con una sartén agujereada
y situar ésta llena de castañas sobre los rescoldos de un fuego agonizante.
Quienes solo han estado cerca de una chimenea en sus más voluptuosos sueños no
tendrán otro remedio que utilizar el horno convencional. Y aunque no es lo
mismo, las castañas quedarán igualmente deliciosas.
Marron glacé, imperiales castañas
confitadas
Parece demostrado que en la antigua Grecia se
acostumbraba a conservar diversos frutos en ánforas llenas de miel, y que más
tarde el excéntrico emperador romano Heliogábalo se interesó vivamente, entre
otras cosas, por el arte de confitar. Alguien cuya identidad se desconoce
decidió en aquellas épocas remotas utilizar castañas para tal empresa, sin ser
consciente de que acababa de inventar el marron glacé.
También llamado “marrón glacé” por obvias
cuestiones gramaticales, este dulce señorial se ha ido incorporando a la
liturgia navideña con el sigilo característico de quien se sabe importante. Y
por extraño que pueda parecer, la elaboración de esta delicia es realmente
sencilla, aunque lenta y delicada.
Empezaremos por pelar las castañas. Es
imprescindible despojarlas no solo de su corteza exterior, sino también de esa
membrana interna que parece haber sido encadenada al fruto por un potentísimo
equipo de soldadura eléctrica. Nos será de gran ayuda escaldar o blanquear las castañas
si pretendemos confeccionar nuestro producto de una manera razonable.
Una vez peladas, debemos sumergir las
castañas en un almíbar elemental: idéntica cantidad de agua y azúcar que
aromatizaremos con una ramita de vainilla. Coceremos las castañas durante cinco
minutos, las retiraremos del fuego y las dejaremos enfriar. Realizaremos esta
operación varias veces, con sumo cuidado para no destrozar las castañas. Cuando
el fruto esté tierno, totalmente impregnado por el almíbar, habremos demostrado
nuevamente que nada es imposible cuando la voluntad anda por medio.
Castañas como regalo de Navidad
No parece de gusto exquisito regalar un cucurucho fabricado con papel de periódico lleno de castañas asadas, especialmente si el rústico envoltorio viene cargado de crucigramas, esquelas o informaciones relacionadas con el automovilismo. Sin embargo, tenemos la opción de colocar algunas unidades de
marron glacé en pequeños cestos de papel individuales e introducirlas en una
linda bombonera..., sin olvidar incluir unas pinzas de ágata con las que el
obsequiado pueda degustar nuestra dulce declaración de afecto al estilo florentino.
Es esta una alternativa interesante, claro... No obstante algo tiene de poético el hecho
de compartir el calorcito de esa humilde caperuza que nos vendió aquella mujer
enlutada de la cual sabemos tan solo que seguirá vendiendo castañas en esa
misma esquina eternamente.