jueves, 11 de agosto de 2011

La genuina "Sopa de arrapiezos" (Primera parte)

No empezaré a desgranar los misterios de esta entrañable "sopa" sin ofrecer de antemano disculpas humildes a las cocineras de mi colegio, todas ellas mujeres hacendosas que tuvieron la desgracia de vivir su madurez preparando monumentales cantidades de comida para una horda de adolescentes asilvestrados, testarudos y desagradecidos.

Dicho esto, creo que me honra confesar que durante muchos años se me hizo complicado imaginar la existencia de sabores tan aborrecibles como aquellos que conocí en el comedor de mi querido colegio.

Aromas de la infancia

La dialéctica oronda de Manuel Azaña resultaría útil para describir hasta qué punto el primitivismo incivil gobernaba cada centímetro cuadrado de aquella réplica de Alcatraz a la que llamábamos "El Cole". Allí no tenía sentido alguno sugerirnos a los chavales que tratásemos de no solventar nuestros litigios a hostia limpia, fundamentalmente si tenemos en cuenta que a eso de las once de la mañana más de uno se había llevado ya un par de leches poliédricas procedentes de la manaza de algún maestro, bofetadas de esas que sonaban como el estallido de un globo de feria y te dejaban la cara en condiciones óptimas para confitar bacalao.

Nos vimos obligados a aceptar aquella Circunstancia horrible, y de igual manera tuvimos que asumir como parte de nuestras vidas la presencia de ciertos olores rancios que a partir del mediodía iban conquistando cada rincón del colegio, arañándole con destreza territorio al oxígeno y a nuestra, ya de por sí escasa, capacidad de concentración.


Muchas son las fragancias que permanecen en mi memoria, pero ninguna tan sustanciosa como el aroma de aquel caldo anaranjado de procedencia incierta cuya prestancia nos hacía fantasear acerca de puertos fluviales abandonados y todo tipo de situaciones relacionadas con la angustia y los miasmas: el olor de la temible "Sopa de arrapiezos".

Origen de los arrapiezos

Alguna lectura decimonónica, cuyo nombre y contenido afortunadamente olvidé, nos hizo descubrir el término "arrapiezo" un martes plomizo de otoño. Una palabra extraña y ridícula que, por otra parte, exhalaba evidentes indicios de multifuncionalidad. Su agreste fonética, como es obvio, nos condujo a emplear de modo recurrente dicho vocablo para bautizar numerosos elementos que hasta entonces carecían de nombre concreto, especialmente aquellos que identificábamos con la vida montaraz y arrabalera. 

Y así fue como, una de tantas tardes, en el comedor del cole, cuando nuestro campo visual fue asaltado por la majestuosidad de un plato lleno del conocido caldo naranja en el cual flotaban pequeñas bolitas atigradas, todos experimentamos una suerte de revelación: esas perlitas eran, sin duda, los arrapiezos.

No considero necesario aclarar que aquella poción, con su robusto sabor a nutria enferma, embrutecida por el picadillo de las albóndigas que habían sobrado el día anterior, tenía tanto glamour como el cordón de un zapato. Pero, no obstante... 



Próximamente, "Sopa de arrapiezos II: la metamorfosis"



1 comentario:

Anónimo dijo...

¡HEY! ¿y?